3 abr 2007

Cuando llovía ginebra en mi ciudad

El parque estaba atisbado de sonidos casi insignificantes para los caninos, pero algunos humanos que procuran desarrollar el sentido del tacto, terminan siendo inmunes a cualquier tipo de silencio, y fermentan su oído a tal punto de perversión y avaricia, que las lágrimas que caen en Japón, son oídas por ellos en Colombia.

Las montañas no se dejaban desenredar en el panorama, y las nubes respondían a tal confusión conglomerándose a conversar de la hora de regarse por ahí, habían apostado 3 diluvios, a la primera gota que me cayera encima. Siendo muchos los involucrados en el deterioro de razonamientos celestiales, hubo trampa, y me mojaron más de 8473 gotas que me quemaban como lágrimas de madre, golosas las que se me deslizaban por la sien, restregándose y anunciando que mas tarde no habría 3 diluvios, sino uno solo pero eterno, y por cada litro de agua que no se usara en formar un arco iris, se enviaría a la tierra una mujer que sería causa de mi obsesión por la belleza ajena, por el término inexacto de flagelar el tiempo y el espacio con una cuchilla débil y bebé, echa de toallas.

Yo procuré sacar sombrilla para dejarle moraleja a mi ropa después de desangrado el gris de las nubes en la mañana, pero el paraguas sólo representó en la tarde, un famélico en el desierto, y ni siquiera con una ansiedad asesina, era un deseo saciable que le hacía eterna su impotencia, era un paraguas intentando parar un diluvio, uno eterno.

Inmediatamente después de oír en el susurro del casetero del parque San Gabriel, que las mujeres con ojos más eternos, cabellos hechos a mano y algún tipo de intelectualidad y pensamientos nulos en la penumbra de la laguna entre el sentido y lo hecho, llegaban al pueblo con motivo de una sesión fotográfica en la zona colonial de la región, eché a correr. Mis piernas no dejaban de agitarse de un lado a otro, respondiendo al estímulo de fregarme las tentaciones oculares contra la camisa, contra el pantalón tan apretado, son el sudor por la nariz y el bochorno de esperar respuestas, los que nos hacen colapsar ante alguna situación, y ese día llovía, lo que me hacía resbalar, mas nunca caer.

Quisiera haber tenido mis sueños y pesadillas recontados desde antes de levantarme y acordarme, metidos en los bolsillos, para sacármelos con la mano y habérselos regalado fundidos en una esfera roja con piel de roca, para ver si alguna de ella, me sintetizaba su canción en un beso. Les aseguro, que yo veo las siluetas y las formas mucho más bellas de lo normal, eso explica si reconozco estar exhausto de tantas imágenes imposibles de dibujar y no me entienden.

Ninguna quiso tocarme. Yo sentía que todas mis células pesaban un kilogramo de diamantes verdes, pero sin duda, ellas me veían hecho de carbón.

Todas estaban paradas sobre un móvil que promocionaba seguros de vida y el conductor se pavoneaba por ser quien conducía la maldición masculina, vestían un traje blanco que variaba según los instintos salvajes y seductores de cada mujer, algunas recatadas con sus ropas pero con facciones legítimas de la realeza amazónica, otras casi sin tela sobre la piel, pero con miedo de encontrarse otros ojos enfrente. Sin duda, en su totalidad eran inalcanzables y recónditas en nuestras lúgubres memorias.


La que tenía el pelo rojo, me pasó los ojos por encima de los cabellos y me percaté que me los había encendido, con la sola mirada, y huí de fijarme en el miedo dentro de su pupila, la descarté.

La siguiente, era específicamente bella en su espalda y abdomen, ella me saludó y la descarté, por no dejarme oírla parpadear.

Por 3 segundos me fijé atentamente en como se oía cuando la tercera de las muchachas despegaba sus labios, como los unía de nuevo, como regaba de babas su lengua, como sonaba su intestino digerir mis maliciosos y ocasionales respiros, me balbuceaba tantos secretos estando dentro del reino letárgico de las tonadas que producía y yo sólo me permitía oírle devorarme y gritarme.

Hace diez años que yo no veía nada. Yo soy ciego.

Ya era hora, oí venir el diluvio. Metí mis manos en los bolsillos, en el izquierdo, había una melosa nube púrpura casi tan indescifrable como la noche, me producía una cálida sensación tocarle, era efímera y olvidaba rápidamente como olía.
En mi bolsillo derecho, había una espina. Paralelamente, había empezado a llover, caían contadas gotas gruesas e hirientes, eran inmaculadas, predecían una catástrofe, la gente empezó a guardarse en sus casas, y quedé yo y el recuerdo de mi mujer oída en el parque. Apreté fuerte la espina y se me rompieron las yemas de los dedos, la sangre se regó pavorosamente y entré en pánico, gritaba y no se me movían los miedos de la cabeza, y yo estaba tan aturdido que sólo pude abrir sin reparos las celdas en mis ojos blancos, ciegos, y saque mis manos para unirlas y frotarlas en busca de calor, y llovía fuerte, fuerte, tan rudo, yo lloraba tan débilmente, el frío me cincelaba los huesos, y la carne se hidrataba más de lo suficiente, me revoloteaban un sin fin de retroalimentaciones únicas en la cabeza y yo pendía de un hilo que no quería seguir deshilando. Fundí la nube púrpura con mi sangre. Lloré ginebra. Llovió ginebra.

Me embriague y me deshice porque se me propagó el fuego de la cabeza, ya que diluvió alcohol etílico durante 7 semanas, en las que la gente se resguardo tras la puerta de sus demonios acólitos. Yo seguí apostando con las demás nubes desmenuzadas a ver quien me mojaba primero, siempre perdí, mas celebré, ser el único que oyó con placer y miedo, como te regabas por mis incapacidades y ministerios, yo te oí, como me mirabas, cuando llovía ginebra en mi ciudad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Esta buenisimo papa, espero que nunca opierda tan grandioso talento, y seguro no será asñi, ta muy bueno!!! y pos re bakansin, y gonito!!.